Foto: Sanjuana Martínez |
Son las diez de la mañana y en el verano de Monterrey el termómetro ya marca los 26 grados. El calor se funde con el hedor de los muertos transportados por una camioneta del Servicio Médico Forense al cementerio municipal. Es el último viaje de los "NR" (No reclamados) y los "NN" (No nombre).
Cientos de cadáveres se amontonan en el anfiteatro. El lugar está saturado y fue necesario contratar un camión frigorífico. Este estacionado afuera custodiado por el ejército, encendido las 24 horas para evitar los olores de la muerte.
Pero esta mañana hay una docena de funcionarios de la procuraduría al pie de una fosa común para dar fe de la sepultura de 33 cuerpos. "Hay que despejar el anfiteatro", repite María Pizaña Campos, la coordinadora operativa del servicio fúnebre. No hay flores, ni cruces, o plegarias.
Desde que Felipe Calderón declaró esta guerra se han registrado 28 mil muertes violentas. Ahora abundan los No Reclamados: "Algunos tienen nombre y apellidos, pero los familiares temen venir por sus muertos y ser involucrados. Se nos ha incrementado mucho el trabajo", dice el doctor Eduardo Villagómez Jasso, coordinador del Servicio Médico Forense.
Hace un mes las autoridades descubrieron tres narcofosas. Había 73 cadáveres. Abarrotaron el Semefo. Solo 7 fueron identificados y reclamados por sus familias. No todos eran criminales. Estaban en el lugar equivocado a la hora equivocada cuando fueron asesinados, como Sonia Clara Villalobos Zurita, de 18 años. Desde hacía un mes su madre la buscaba afanosamente por las policías denunciando su desaparición. Una tarde salió de su trabajo y mientras iba en su coche por la avenida Constitución otro vehículo la embistió por la parte trasera. Alcanzo a llamarle a su madre para comentarle que los responsables no le permitían salir de su coche. La llamada se cortó abruptamente. Luego apareció su cuerpo descompuesto en la narcofosa de Juárez, Nuevo León.
Los mexicanos hemos tenido que acostumbrarnos a convivir con la muerte. Hay decenas de muertos todos los días. A veces gente que conoces o autoridades, como el alcalde de Santiago, Nuevo León, Edelmiro Cavazos, torturado salvajemente y asesinado dos días después de que un comando lo secuestró en su casa. Amaneció muerto el miércoles, tirado en una cuneta en el mismo municipio que gobernaba.
El olor a muerte es penetrante. Se queda en la nariz durante horas. Y la camioneta que trae a los 33 NR y NN esta mañana no está refrigerada. El tufo a carne podrida tira para atrás. Dos hombres vestidos con mono blanco y tapabocas, abren de par en par las puertas traseras. Allí están los muertos empacados individualmente en bolsas grises. Llevan un número colgado. Es su expediente y los detalles de su autopsia. El tipo de ropa que usaban cuando murieron, sus señas particulares y su ADN.
Como en cualquier guerra, con el aumento de muertos, también han aumentado las fosas comunes: "Son muertitos que nadie reclama. Es bien gacho. Tal vez por eso se escucha el llanto de una mujer a lo lejos. En 22 años que llevo trabajando aquí nunca había visto nada, pero ya van tres veces que el llanto estremece a todos, ¿verdad?", dice el enterrador Humberto Garza, dirigiéndose a sus compañeros que solo asienten con la cabeza.
En México no existe un programa nacional de identificación de cadáveres para cuadrar la información con los cientos de denuncias de desaparecidos interpuestas en los últimos años. Los Estados trabajan por su cuenta. Y si en Nuevo León es asesinado alguien de Chiapas, pues seguramente se irá a la fosa común. No hay programa de información entre procuradurías ni entre las más de 2.000 policías que existen en el país, sobre los muertos.
En la fosa común escavada esta mañana los trabajadores vestidos con el mono blanco sucio bajan uno por uno los cuerpos que expiden un olor putrefacto. Seguramente si no hubiera periodistas como yo tomando fotos los cadáveres serían arrojados a la fosa común sin cuerdas y sin muchos miramientos.
"Nos han tocado decapitados, desmembrados y entambados donde ya casi no podemos hacer nada porque apenas quedan vestigios de restos humanos, por el ácido que utilizan para desintegrar a las personas", dice el doctor Villagómez mientras me muestra el anfiteatro atestado de muertos, en compañía del doctor Isidro Manuel Juárez, jefe del Semefo.
¿Por qué los muertos impresionan tanto a los vivos? Es una pregunta que me hago al llegar a la sala de disección. Hay dos cadáveres. Uno esta completamente abierto del estomago. La cabeza es una especie de tela roja cortada de oreja a oreja que deja ver el cerebro. El impacto es inmediato. Trato de ver hacia otro lado, pero allí esta el hombre corpulento sobre una mesa de acero inoxidable. A su lado hay cuchillos, bisturís, tijeras, pinzas con dientes, sierra stryker para serruchar la cabeza, costotomo para abrir las costillas, y agujas con hilo.
Ambos médicos forenses me miran con naturalidad. Están acostumbrados a convivir con la muerte, aunque la última temporada ha sido terriblemente dura para todos. Han tenido que aumentar la plantilla de personal. Me comentan que nunca habían visto tanta aberración, tanta tortura y ensañamiento con los cuerpos. "Los asesinos usan machetes, dagas, cimitarras, serruchos. Antes no veíamos esto....Es terrible. ¿Cómo es posible que un ser humano haga eso con otro? Estos asesinos son gente que no está bien", dice el doctor Villagómez que además de forense es médico cirujano.
El olor a muerte se impregna en la nariz, viaja al estomago, se anida en el alma. La fragilidad de la vida. Pienso en las madres que buscan a sus hijos, en los hijos que no encuentran a sus padres, en los familiares que siguen esperando con una leve esperanza dar con los desaparecidos. Pienso en esos 33 recién enterrados. En quienes aún los buscan con vida. Pienso en su triste final. Y en las desoladoras y frías fosas comunes.
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