Foto: Manuel Ortiz |
Las mafias del tráfico humano son poderosas. Operan bajo la complicidad de las autoridades
Sanjuana Martínez
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Sábado 23 de octubre de 2010, p. 40
Sábado 23 de octubre de 2010, p. 40
Patricia tiene mordeduras hechas por un hombre en toda la espalda y padece depresiones; Norma sufre ataques de angustia desde que la violaron y dio a luz a los nueve años; Ana no puede dormir a consecuencia de las palizas que le propinaban con carne congelada en la cantina donde su padrastro la vendía. Todas ellas son menores de edad y tienen algo en común: son víctimas de trata.
El centro de la trata infantil y de mujeres en México está en La Merced, el prostíbulo más grande de América Latina, como se le conoce ya. El sexo comercial infantil sucede a la luz del día, a los ojos de todos y frente a la policía. Es algo tolerado, permitido, aceptado e incluso estimulado.
Son las 12 del día y en el segundo Callejón de Manzanares la pasarela de mujeres a ritmo de banda no se detiene. La imagen es sórdida: mujeres en fila caminando cadenciosamente en círculo, como si fuera una feria de ganado, un desfile de mercancía al mejor postor.
Sólo para clientes
Los hombres apostados en las orillas observan detalladamente el paso de las chicas, algunas de ellas menores de edad, vestidas con ceñidos vestidos y zapatos con plataforma y tacón de 15 centímetros. Van maquilladas exageradamente para aparentar más años. La clientela: albañiles, diableros, carretoneros, jugueros...
El servicio completo ronda los 100 y 150 pesos. Hay precios especiales en sexo oral, anal, con o sin ropa. Seis lenones las cuidan y se encargan de espantar a los mirones. Tampoco quieren mujeres: mis muchachas no se van con lesbianas, dice a la reportera el supuesto jefe.
Las niñas prostituidas están ocultas:Son para clientes, comenta en entrevista con La Jornada Aquiles Colimoro Sarellano, director de la Casa de las Mercedes, dedicada a rescatar menores en condición de calle y explotación sexual.
Colimoro Sarellano sabe de lo que habla, es uno de esos héroes anónimos que desde hace 10 años arriesga su vida para arrancar a las niñas de las garras de los tratantes. Se hace pasar por cliente y así descubre los lugares donde obligan a las menores a prostituirse. Denuncia a los delincuentes, exhibe las redes de complicidad con las autoridades, y a pesar de que casi nunca hay consignaciones ni mucho menos condenas por delito de trata, debido a la impunidad que existe en México y a los defectos de las leyes, logra recuperar y ofrecer una nueva vida a las menores.
Camina por las calles de La Merced rodeadas de bares, loncherías y otros tugurios. Nunca antes había hecho un recorrido con un periodista, hasta hoy. Las miradas son importantes. También los sujetos que nos siguen. Las mafias de tráfico de mujeres y niñas son poderosas e impunes. Este es su feudo comprado a base de sobornos a la autoridad y operado ante la mirada cómplice de la policía del Distrito Federal.
Hace unos años un camarógrafo deThe New York Times Magazine perdió un ojo debido a las lesiones que le propinaron los matones de los tratantes. Nadie buscó al culpable. Hay mucho dinero de por medio.
Las cifras del exitoso negocio hablan por sí solas. Más de 5 mil mujeres y mil 500 niñas son explotadas sexualmente en La Merced, según la Coalición contra el Tráfico de Mujeres y Niñas para América Latina y el Caribe (Catwlac).
El tráfico humano es el segundo negocio más rentable del mundo, después del narcotráfico, y arroja anualmente 6 mil millones de dólares en ganancias, según datos de la Orhanización de las Naciones Unidas.
“Denunciar la trata de personas es peligroso, y sé que corre riesgo mi vida –reconoce Colimoro Sarellano–, pero hay que denunciar esta situación. ¿Cómo voy a trabajar con actores de gobierno si ellos son propiamente los que están involucrados con las grandes mafias internacionales de trata de personas? El nivel de complicidad es altísimo.
La penetración de las mafias en las distintas policías es total, también en las dependencias municipales, estatales y federales. Ojalá no me metan una bala en la cabeza, pero esta es la verdad. Tengo documentos que lo demuestran. Hay mucho dinero repartido. Una menor de 11 años es vendida por los tratantes varias veces entre 50 mil y 200 mil pesos para ser sujeta a esclavitud sexual.
Vendida a los 10 años
Ana se frota las manos constantemente. Agacha la cabeza. Le cuesta mirar a los ojos. Está contenta porque hoy no tuvo que tomar las gotas que le da la sicóloga para controlar la angustia. Es un día luminoso y acaba de regresar de la secundaria. Viste el uniforme. Es rolliza y lleva una melena lisa y corta. Le cuesta contar su historia. Con la mirada puesta en el suelo, recuerda: “Mi papá, bueno mi padrastro me empezó a violar a los 10 años. Me violó sólo cuatro veces o algo así. La primera me dolió mucho. Lloré. Lloraba siempre. Mi mamá no se daba cuenta. A veces le decía: ‘Deja de hacerle esas cosas a la niña’. Nada más. Luego él me llevó a la cantina”.
Ana tiene otras tres hermanas que también fueron abusadas y vendidas. Las cuatro están refugiadas en el albergue. Fueron rescatadas del antro donde las vendió el compañero sentimental de su madre. Han pasado tres años y apenas empieza a sentir un poco de alivio: Me siento bien. Aquí me cuidan y puedo ser feliz. Todavía tengo pesadillas. De repente veo a alguien al lado de mi cama. Luego se sube encima. Me da miedo. Pero me aguanto y no pasa nada.
Ana era golpeada constantemente en casa. Sufrió todo tipo de vejaciones. En la cantina donde la obligaban a trabajar sexo comercial la aporreaban de manera insólita con carne congelada: “Mi papá me pegaba todos los días con lo que encontraba. Me escapé. El DIF me encontró y me ayudó la Procu. Luego me trajeron para acá. Mis papas están ahora en la cárcel. Mi mamá, porque no nos daba de comer y no nos arreglaba. Y mi papá, por todo lo demás... Ya no los extrañó. Lo pasado, pasado. Apenas estoy saliendo.”
Ana vivió en la calle cuando escapo de su tormento. Ahora está decidida a ir a la universidad para estudiar sicología. Su capacidad de recuperación y su entereza son sorprendentes: “Ahorita hay que echarle ganas a la secu y a la escuela de cosmetología. Ayer la sicóloga me dio tres paletas. Me dijo que me veía feliz. Estoy contenta porque mi novio me fue a recoger a la escuela. Dice que me quiere. Yo también”.
Crueldad sin límites
¿Cómo un hombre puede ser capaz de cometer semejante brutalidad contra una menor?... ¡Me avergüenzo de mi sexo!, dice Aquiles sin poder contener el llanto ante la historia de Patricia, también menor de edad.
La menor tiene mordeduras en la espalda. No son de perro. Son de un hombre. No son nuevas. Son cicatrices viejas. Se las hizo el tratante que la compró. También tiene herido el tobillo izquierdo de donde la encadenaba. En la muñeca hay una cicatriz. Es el intento de suicidio que –paradójicamente– le salvó la vida porque tuvo que ser atendida y después rescatada. El traficante, como casi siempre, escapó.
Patricia fue sanando poco a poco sus heridas corporales y del alma. Cuando llegó al refugio se bañaba con camiseta. Nadie sabía por qué. La sicóloga empezó a trabajar con ella y le diagnosticó estrés postraumático: Un día llegó a mi oficina y me dijo: ¿te puedo compartir algo? Necesito que cierres las ventanas. Yo le hablé a la directora para que también fuera testigo de aquello. Se quito la ropa. Toda la espalda y sus brazos estaban mordidos, pero ya no eran lesiones, eran cicatrices con dientes humanos. No eran mordidas de una semana o un mes. Toda su espalda estaba mordida.
Aquiles llora. Se repone. Con voz entrecortada continúa: Me pidió que le dejara enseñarme otras partes de su cuerpo. Se quitó los pantalones y su pantaleta y me enseñó su vagina: el individuo le corto el clítoris de una mordida. Cada vez que el tipo salía de su casa le hacía un corte con unas tijeras en los labios de la vulva... ¿Cómo es posible que esto pueda suceder en pleno siglo XXI? ¿Como es posible que la gente no haga nada? El tratante era un policía y la había comprado. La tenía encadenada a una varilla....¡Son animales!... Permitía que sus compañeros hicieran uso de su cuerpo y la amenazaba. Un día rompió una botella de caguama y ya no quiso vivir. El tipo la encontró casi desangrada. La aventó a un centro de salud. Y huyó. Nos la canalizaron. El diagnóstico fue que estaba mal mentalmente.... ¿por qué crees?... se quiso suicidar. Así llegó a nosotros.
Patricia encontró en la Casa de las Mercedes un hogar donde recuperarse. Con el paso del tiempo ha podido rehacer su vida. Hoy es una feliz madre, económicamente activa. En el refugio también reciben a los hijos de las menores agredidas, niños que esta mañana andan correteando por los pasillos. La mamá más pequeña parió a los 9 años. Su padre la violó. El aborto suponía mayor riesgo que dar a luz. En el lugar hay espacio para atender alrededor de 40 menores y adolescentes.
El ambiente en la casa es festivo. La directora, Marcela González ha ordenado colocar un brincolín en la calle y mientras las niñas saltan entusiasmadas comenta que necesitan recursos, apoyo y espacios para atenderlas bien: Cada día es más complicado nuestro trabajo porque las niñas son más pequeñas. Nuestra sociedad se ha quedado sin principios, sin bases. Los tratantes y los clientes son gente sin moral. Están destruyendo nuestro presente y futuro. Nuestra infancia está siendo maltratada a niveles extremos. Y a casi nadie le importa. Todos esos que se quedan callados son cómplices. Yo sí tengo el coraje de defender a mis niñas contra quien sea.